Efraín Quispe Melgarejo
Periodista, redactor, poeta, locutor de radio, analista de medios, especialista en medios de comunicación radial y escrita. Amante de la espiritualidad, la literatura, el cine.






 Incendio
Prefiero caminar porque cuando camino me encuentro
Siempre nos encontramos en el camino,
 semejantes,  uno con el universo, de la mano.
Caminar lo mismo que buscar,
buscar en el sinónimo perfecto
      Andar, siempre es andar,
 a veces muy lejos, para encontrar,
      para volver al principio, para observar,
   para hallarme el espejo,
   Por eso prefiero caminar porque no importa donde esté,
   lo que importa es que sé
    que siempre que me voy regreso.
    Aprendí a despojarme de la razón
      a dejar a un lado el intelecto
      para concebir el amor y a Dios por efecto.
      Porque entendí que nunca nos vamos,
      que siempre estamos
      que estás y estoy,
      Y que siempre es el don;
      por eso el agradecimiento regresa-tantas veces-
      lo mismo que el perdón
      Siempre es el equilibrio el que define,
      lo que viene y lo que va,
      por lo que no vemos existe lo que está.


A veces me pierdo

Se extraviaron los renglones, se perdieron, se fueron como la tarde, en el abandono de buscar la maravilla, esta noche se fueron, rebuscando las nubes y arañando el silencio, y la súplica infeliz, la carcajada que se calla, y muere al fin. Lo sé; a veces es una excusa. Tú sabes que miento, que me pierdo cuando miento, y tu nombre allá afuera, dulce, esperando transparente y colgando lunas, rebuscando en la ausencia. La vela está encendida de nostalgia, arriba la luz, y aquí el ruido sigue siendo el ruido de ti, de nosotros, del infinito de las voces que no se entienden, y amar, sí, amarte como te amo, hoy, buscarte en cada coma, cantarte en cada sueño, comprarte, si pudiera en cada abrazo. Oh sendero infinito de estrellas, el amor que está nos llama, y está dando vueltas sobre la noche, nos llama hermosa como el silencio, modesta como las flores. Sin embargo a veces, no sé, me pierdo en la tarde urgente que envuelve, en la absurda melancolía del misterio y la porfía inútil que el insecto saborea.

Sucedió que el hombre despertó, abró los ojos, se dio cuenta, despertó. Nunca más se distrajo; descubrió el amor. Y despierto escribió recién las letras de su nombre, se miró quién es y comprendió. El ser de amor que llevaba dentro decidió nacer y aprendió, cantó agradecido su canción: "manto infinito de las estrellas, bendita noche que nos abrazas, soledad que celebro, refugio que contesta, oración que dice gracias". Entonces ocurrió, abrió los ojos, el hombre fue mejor, nunca más se distrajo y desde entonces decidió con el corazón. Mayor y menor, abrazó a sus hermanos, elevó a su semejante. En cualquier tiempo y camino, único destino, fuerza universal, energía que nos une, perfume de lluvia sobre la tierra, arbusto fresco, estación de sol que abraza y entiende el hombre que despertó.

Invisible juego

Casualidad; no lo sé. Pasa que somos formas diferentes de existir. Aquí en alguna parte tú. Al final de la calle, por entre la lluvia, cruzando el parque. Puedes estar de nuevo rebuscando mi desorden, entre párrafos inútiles la razón, esa inexistente razón que se obsesiona en el vacío, o puedes aparecer así en el aroma, en el sonido de la noche que alguien canta para nadie. Nos dejamos llevar, nos metemos de nuevo a la primera vez, con la fragancia del olvido presuroso y el amanecer que calla. Muy pronto o muy tarde, somos cómplices. Nos callamos la calma que se rompe, gritamos el silencio entre mil voces, mil espejos sin calma y sin tiempo; feliz el laberinto, obsesión y encanto. Abandonados en la inhóspita memoria que recreas, firmamento y estrellas, tus ojos son los míos y tú, de nuevo tú, al voltear la calle y respirar en solitario la mañana tibia del invierno, tú entre la lluvia o el parque. De pronto una palabra nueva, aquí dando vueltas tú, revolotean hojarascas, cerca, muy cerca, es un juego, abrazados en el ventarrón, invisible juego, maravilloso juego tu naturaleza.

Condición humana

Hoy pudo ser un mejor día. Alguno debe saber cómo es eso. Hay días que no son lo mismo, y no lo son a pesar de la sonrisa de Norma, del café de las diez, el almuerzo extendido.  Todo el día resulta bien, y bien es un día normal, sin problemas, uno cualquiera; pero sonríes poco porque no es un buen día, porque te es indiferente, sin sorpresa, y todo se ve distinto. La perspectiva fotográfica, el absurdo, las gracias, los saludos que de pronto cuestan responder porque son los mismos de ayer, de antes y tras anteayer. Entonces estás loco. –Sí, mal-. Otra vez, un loco. Y le temes a la multitud porque es la misma donde te confundes yendo por el mismo lado de la vereda, y de pronto te vas, no deseas ver a nadie, te vas dejando todo sin decir a dónde. La naturaleza no tiene días iguales; es lo mismo, manchas grises que se mueven, adornos de colores, trazos en movimientos, temblores. Triste las fotos, los discos, los libros, la ropa sobre la cama, la pedantería con que le dices a Norma que a Malraux le pertenece eso de Todo hombre se parece a su dolor, y no al dentista con quien quiso fabricar una gracia, quién sabe para arrancarte la sonrisa que le negaste insoportable. Somos condición humana. Hay días donde detesto la amabilidad, el demasiado cariño, donde veo el mar oscurecerse al pie del mirador del Parque Grau, rondándome los mil demonios que arrastran la necesidad del silencio, fantasmas que nublan la normalidad de un buen día donde todo resulta bien porque se es del mismo patrón del génesis, y uno vuelve a recordarlo para salir, fumando un mentolado que nunca terminas para lanzarlo, así encendido, sin importarte quién está detrás. Entonces no te importa pisar los charquitos de la lluvia, las lagunas negras, pisarlas sin importarte hasta donde salpiquen aún sabiendo que saltarán sobre tus zapatos, mojarte la basta de los pantalones pudiendo ir por donde va la gente que se cuida de mojarse la basta de los pantalones que parecen nuevos. Para que preguntar por qué, qué diablos tendrá que ver con nosotros el estrés de la moda. Y pienso en la inutilidad preocupante, el infinito, comer, esperar la quincena, celebrar un nuevo cumpleaños, vivir la vida muriéndose de a poquito. El camino más simple de la monotonía, ser normal: la otra depresión del artista. La absoluta libertad. Entonces vuelves a instalarte en el refugio misterioso de las meditaciones, la mirada afilada de tus adentros, y todo parece de cabeza, al menos para el resto de la familia, para los amigos normales, para ella, acostumbrada a los días felices -con justo derecho-, fiel a los absurdos arrebatos de un día que no es bueno y donde todo se ve distinto, indiferente, sin sorpresa... manchas grises que se mueven, adornos de colores, trazos en movimientos, temblores que te aguardan, un espejo de dimensiones infinitas. Buscamos el paraíso, el mundo imaginario, la otra realidad, la música, el poema de Benedetti; la belleza. Lo buscamos incesantes a través de voces que inventamos aún sabiendo que los charquitos de lluvia, las lagunas negras que pisamos terminarán en una gran mancha deforme sobre la punta de nuestros zapatos abandonados en un rincón del cuarto.  Allí. Tristemente opacos. Prestándose mudos mientras uno escribe mirándolos –acompañado de demonios-, cosas como ésta, quién sabe para qué. Pasa que no fue un buen día; temblores en el espíritu, humana condición, artilugios, llamémosle misteriosos.

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